DICTADOS
Yo,
como estaba hecho al vino, moría por él y viendo que aquel remedio
de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro
hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y delicadamente, con una muy
delgada tortilla de cera, taparlo; y al tiempo de comer, fingiendo
tener frío, entrábame entre las piernas del triste ciego, a
calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor de ella
luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a
destilarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía que maldita la
gota se perdía.
Anónimo,
Lazarillo de Tormes
Bajó
la cabeza satisfecho, hasta que se apagó el último rumor de nieve
pisoteada y supo que su hijo se encontraba más allá del sonido de
su voz. Entonces extendió la mano, con angustia, hacia la leña. Era
lo único que se interponía entre él y la eternidad que le rodeaba.
La duración de su vida podía medirse por un puñado de ramas. Una
tras otra, irían alimentando la hoguera y, de este modo, paso a
paso, la muerte acabaría por asaltarle. Cuando la última astilla se
hubiera consumido, la helada iba a adquirir mayor fuerza.
JACK
LONDON, El
silencio blanco y otros cuentos.
Escuché
los pasos desvanecerse en el interior de la vivienda y esperé el
regreso de Marina a la luz de las velas por espacio de casi media
hora. La atmósfera de la casa fue calando en mí. Cuando tuve la
certeza de que Marina no iba a volver, empecé a preocuparme. Dudé
en ir a buscarla, pero no me pareció correcto husmear en las
habitaciones sin invitación. Pensé en dejar una nota, pero no tenía
nada con qué hacerlo. Estaba anocheciendo, así que lo mejor era
marcharme. Ya me acercaría al día siguiente, después de clase,
para ver si todo andaba bien. Me sorprendió comprobar que apenas
hacía media hora que no venía Marina y mi mente ya estaba buscando
excusas para regresar.
CARLOS
RUIZ ZAFÓN, Marina.
El
taller de mi padre estaba situado en la parte de atrás de la casa,
separado de esta por un patio de cemento. La parte de delante daba a
una especie de jardín comunicado con el patio de atrás por un
callejón sombrío en el que crecía un árbol con la corteza negra.
El taller tenía cuatro dependencias dispuestas en batería, dos de
las cuales se utilizaban como almacén de material. La casa, por su
parte, tenía dos pisos y un desván. En el piso de abajo se
encontraban al principio los dormitorios, el cuarto de baño y una
habitación multiusos que durante una época fue la alcoba de los
chicos (llegamos a ser cuatro chicos y cinco chicas), además de una
especie de despacho en el que mi padre llevaba su oficina.
JUAN
JOSÉ MILLÁS, El
mundo.
Las
bellas manos que cortaban las flores del huerto han desaparecido ya
hace tiempo. Hoy solo viven en la casa un señor y un niño. El niño
es chiquitito, pero ya anda solo por la casa, por el jardín, por la
calle. No se sabe lo que tiene el caballero que habita en esta casa.
No cuida del niño; desde que murió la madre, este chico abandonado
de todos. ¿Quién se acordará de él? El caballero -su padre- va y
viene a largas cacerías; pasa temporadas fuera de casa; luego vienen
otros señores y se encierran con él en una estancia; se oyen
discusiones furiosas, gritos. El caballero, muchos días, en la mesa,
regaña violentamente a los criados, da fuertes puñetazos, se
exalta. El niño, en un extremo, lejos de él, le mira fijamente.
A
muchos chicos les gusta aparentar que su aspecto personal les importa
tanto como la reproducción del calamar. Mostrar un sano interés por
la propia imagen no entra dentro de sus planes. Y no hablemos ya de
cuando hay que ponerse a usar zarandajas como acondicionadores,
cremas limpiadoras o maquillaje; eso ni se plantea.
Sin
embargo, la verdad es que a la mínima oportunidad que se les
presenta, estos mismos chicos se mueren de ganas por saber cómo
estar guapos y sentirse orgullosos de su aspecto. La presión de los
demás es lo único que hace que cuenten bolas del tipo de: "Ni
me acuerdo de la última vez que me miré en el espejo". Nos
demos cuenta o no, a todos nos preocupa la propia imagen.
A
decir verdad, si hablamos de vanidad, los chicos y las chicas son
iguales. Después de todo, ¿por qué tendría que ser patrimonio
exclusivo de las mujeres el querer mostrarse y sentirse lo mejor
posible?
HELEN
THORNE, Cómo
superar los granos y otras inmundicias
Contuvo
un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus
manos y dijo muy rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que
ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus
mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves.
Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba
su lengua. Deseó salir corriendo: en la taciturna mañana de
invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre
en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud
animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de
Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la
Avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, cómo te odio!".
MARIO
VARGAS LLOSA, Día
domingo
De
pronto ya no tuve miedo, me abalancé sobre el escritorio y lo atrapé
como se atrapa a un ladrón. como se atrapa a una mujer que huye.
Pero llevaba una marcha irresistible y, pese a mis esfuerzos, pese a
mi enfado, no conseguí siquiera que aflojara el paso. Como me
resistía desesperadamente a esa fuerza espantosa, caí al suelo en
mi lucha con él. Entonces me arrolló, me arrastró por la arena, y
los muebles que lo seguían comenzaron a avanzar sobre mí,
pisoteando mis piernas y lastimándolas. Luego, cuando lo solté, los
demás pasaron sobre mi cuerpo como una carga de caballería sobre un
jinete caído.
Guy
De Maupassant, ¿Quién
sabe?
Una
vez, rebuscando entre los mil objetos inservibles del desván de mi
casa, me encontré un catalejo. Debía de tener muchos años porque
el latón de que estaba hecho se había vuelto mate y sin brillo.
Pero al despegarlo y mirar por sus lentes podía hacerme la ilusión
de que era un corsario o un pirata de los que aparecían en las
películas. Estaba envuelto en una tela oscura, impermeable, y lo
encontré en un baúl de cerradura medio oxidada, junto con unos
vestidos que debieron de pertenecer a mi abuela, documentos
amarillentos y escritos en una letra incomprensible para mí, un par
de candelabros deslustrados y un montón de fotografías a las que el
paso del tiempo había dado una coloración sepia.
Javier
Alfaya, Una
luz en la marisma