jueves, 9 de julio de 2020

LITERATURA JUVENIL







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EDUARDO MENDOZA




LA CIUDAD DE LOS PRODIGIOS



Eduardo Mendoza - La Ciudad de los Prodigios (Fragmento)


En vísperas de la inauguración de la Exposición Universal las autoridades se habían comprometido a limpiar Barcelona de indeseables. "Desde hace algún tiempo nuestras autoridades muestran singular empeño en librarnos de esa plaga de vagos, rufianes y gentes de mal vivir que no pudiendo ejercer en las localidades pequeñas sus criminales industrias, buscan transitoria salvaguardia en la confusión de las ciudades populosas, y si no han conseguido extirpar de raíz todos los cánceres sociales, que en desdoro de esta culta capital todavía la minan y corroen, mucho llevan adelantado en tan dificultosa tarea", dice un periódico de esa época. Ahora cada noche había redadas.—No vuelvas por aquí en un tiempo; el grupo se disuelve provisionalmente –dijo Pablo. Onofre le preguntó qué se proponía hacer, dónde se escondería ahora. El apóstol se encogió de hombros: la perspectiva no parecía complacerle–. No dudes de que volveremosa la carga con fuerzas renovadas –añadió con poca convicción. ¿Y los panfletos?, preguntó Onofre. El apóstol torció la boca en señal de desdén–: No más panfletos –dijo. Onofre quiso saber qué pasaría en tal caso con su semanada–. Te quedarás sin ella –respondió Pablo con un deje de complacencia maliciosa en la voz–; a veces las circunstancias imponen ciertas estrecheces. Además, esto es una causa política: aquí no garantizamos el sueldo a nadie –Onofre quiso preguntar algo más, pero el apóstol le hizo un gesto imperioso: Vete ya, quería decir con este gesto. Onofre se dirigió a la puerta. Pablo se puso a su lado antes de que pudiera abrir–. Espera –dijo, es posible que no volvamos a vernos nunca más. La lucha será larga –dijo precipitadamente; se veía que no era eso lo que quería decir: otra cosa más importante ocupaba su atención en aquel momento, pero por timidez o por torpeza no quería hablar de ella. Por este motivo se refugiaba en la retórica consabida–; en realidad esta lucha no puede cesar. Los socialistas, que son tontos, creen que todo se arregla con la revolución; dicen esto porque piensan que la explotación del hombre por el hombre sólo se produce una vez, que en cuanto la sociedad se libere de los que ahora mandan se habrá arreglado todo. Pero nosotros sabemos que allí donde hay una relación de cualquier tipo hay explotación del débil por el fuerte. Esta lucha, esta agonía terrible es el destino inexorable del ser humano –al finalizar esta perorata abrazó a Onofre–. Es posible que no volvamos a vernos nunca más –dijo con la voz rota por la emoción–. Adiós y que la suerte te sea favorable. En una de aquellas redadas cayó el señor Braulio. Había salido vestido de faraon a a que le zurrasen los chulapones. Esa noche para variar la paliza se la dio la policía. Luego le exigieron una fianza para ponerlo en libertad. Lo que sea, dijo él, con tal de que ni mi pobre esposa, que está enferma, ni mi hija, que es muy cría aún, se enteren de esto. Como no tenía dinero envió un mocito a la pensión con el recado de que le pidiera la suma fijada por el señor juez a Mariano, el barbero. Le dices que se lo devolveré todo tan pronto pueda, dijo. En la pensión Mariano alegó que no tenía ese dinero. No dispongo de líquido, dijo, lo cual era una falsedad evidente. El mensajero volvió corriendo a la comisaría y transmitió textualmente al señor Braulio la negativa del barbero. Aquél, viéndose abocado al escándalo sin remisión, aprovechó un descuido de los policías que lo custodiaban para clavarse la peineta en el corazón. Las varillas del corsé desviaron las púas y sólo se hizo unos rasguños de los que manaba la sangre en abundancia. Echó a perder la falda y las enagüillas y dejó encharcado el suelo de la comisaría. Los guardias le quitaron la peineta y le dieron puntapiés en las ingles y los riñones.A ver si tienes más juicio, marrana, le gritaron. El señor Braulio volvió a enviar al mensajero a la pensión. Allí hay un muchacho llamado Bouvila, Onofre Bouvila, le dijo el señor Braulio al mensajero desde el banquillo angosto donde permanecía tendido, doliente y ensangrentado; pregunta por él con discreción. No creo que tenga un ochavo, pero sabrá cómo ayudarme. O él o estoy dejado de la mano de Dios, se dijo cuando el mensajero hubo partido a cumplir su encargo. Iba pensando qué cosa podía utilizar para suicidarse otra vez si Onofre tampoco le sacaba de aquel atolladero. Todo por mi malacabeza, se decía. En la pensión, Onofre Bouvila escuchó lo que le contaba el mensajero y consideró que tenía la suerte de cara. Dile al señor Braulio que antes del amanecer yo mismo iré a la comisaría con el dinero, le dijo al mensajero, que no se impaciente y que no cometa más locuras por hoy. Cuando el mensajero se hubo marchado subió la escalera y tocó a la puerta de la alcoba de Delfina. No veo por qué he de abrirte, respondió desde dentro la fámula cuando se hubo identificado. Ante esta respuesta desabrida Onofre no pudo reprimir una sonrisa.—Más vale que me abras, Delfina –dijo con suavidad–. Tu padre está en apuros; la policía lo tiene preso y ha intentado matarse: ya ves tú si la cosa es grave. La puerta se abrió y Delfina apareció en el vano, bloqueando el paso a la alcoba. Llevaba puesto el mismo camisón astroso que le había visto en dos ocasiones anteriormente: cuando había ido a su habitación a ofrecerle trabajo y cuando él había ido a buscarla para conducirla donde Sisinio la esperaba. De la habitación contigua llegaba la voz quejumbrosa de la señora Agata.—Delfina, la jofaina –decía esa voz. Al oírla, Delfina hizo un ademán de impaciencia. No me atosigues, le dijo a Onofre, he de llevarle el agua a mamá. Onofre no se movió de donde estaba. En los ojos de la fámula veía pintado el miedo y eso acabó de envalentonarle.Que se espere, dijo entre dientes; tú y yo tenemos asuntos más urgentes entre manos. Delfina se mordió el labio inferior antes de hablar: No entiendo qué quieres, dijo al fin. Tu padre está en peligro, ¿no te lo he dicho?, ¿qué te pasa?, ¿no entiendes?, ¿estás tonta? Delfina pestañeó varias veces, como si aquella acumulación imprevista de sucesos decisivos le impidiese hacerse una idea global de la situación. Ah, sí, mi padre, murmuró finalmente, ¿qué puedo hacer por él? Nada, dijo Onofre con petulancia: Yo soy el único que puede ayudarle en estos momentos; su vida depende de mí. Delfina palideció y bajó los ojos. El reloj de la parroquia de San Ezequiel dio varias campanadas. ¿Qué hora es?, preguntó Onofre. Las tres y media, respondió Delfina. Luego, sin transición, añadió: Si deveras puedes ayudarle, ¿por qué no lo haces?, ¿a qué esperas?, ¿qué quieres de mí? De la habitación contigua seguían llegando las súplicas de la enferma: Delfina, ¿qué sucede?,¿por qué no vienes?, ¿qué voces son ésas, hija, con quién hablas? Delfina hizo amago de salir al pasillo; él aprovechó aquel movimiento para sujetarla por los hombros y atraerla hacia sí violentamente. Obraba en esto con más brutalidad que pasión; mientras ella no se movió él había permanecido también inmóvil, pero ahora parecía como si el conato de fuga de la fámula hubiese señalizado el inicio de un combate. Ahora sentía a través de la tela apelmazada del camisón el cuerpo anguloso de Delfina. Ella no se debatió; el tono desu voz se había vuelto suplicante. Suéltame, por favor, dijo; sería cruel hacer esperar a mi madre. Podría sufrir un ataque si no acudo. Onofre no prestaba atención a sus palabras. Ya sabes lo que tienes que hacer si quieres ver de nuevo a tu padre con vida, dijo empujando a la fámula. Ambos entraron en la alcoba de esta última y él cerró la puerta con el pie; mientras tanto, con las manos trataba torpemente de encontrar los botones del camisón. Onofre, por el amor de Dios, no hagas eso, dijo la fámula. Se rió por lo bajo: Es inútil que te resistas, dijo con saña; ahora ya no tienes el gato que te defienda: "Belcebú" ha muerto; se cayó del tejado y se hizo puré contra el pavimento. Yo mismo metí sus restos asquerosos en la alcantarilla. Oh, ¡qué diantre!, exclamó: no podía desabrochar elcamisón; nunca hasta entonces había tenido ocasión de bregar con prendas femeninas y ahora además la excitación se sumaba a su impericia. Advirtiendo la situación embarazosa en que él se encontraba, Delfina se dejó caer de espaldas sobre la cama y se arremangó el camisón hasta las caderas. Anda, ven, dijo.Cuando él se incorporó el reloj de la parroquia de San Ezequiel daba las cuatro. Falta muy poco para que salga el sol, dijo; Prometí al señor Braulio que estaría en la comisaría con el dinero antes del amanecer y cumpliré con mi palabra. Los negocios son los negocios, añadió mirando a Delfina. La fámula lo miraba con ojos enigmáticos. No sé porqué has tramado todo esto, susurró como si hablara para sí, yo no valgo tanto esfuerzo. La luz difusa del alba robaba el color del cuerpo de la fámula; sobre las sábanas revueltas, su piel era mortecina, casi grisácea. Qué flaca está, pensó Onofre. Mentalmente comparaba el cuerpo de Delfina con el de las mujeres de los obreros de la Exposición, a las que había visto en la playa aliviarse de los rigores del verano jugueteando con las olas, casi desnudas. Qué extraño, pensó, qué distinta la veo ahora. Y levantando la voz, le dijo:Tápate. Ella se cubrió con el borde de la sábana. El cabello estropajoso y alborotado ahora formaba un nimbo alrededor de la cara de Delfina. ¿Ya te tienes que ir?, le preguntó. Él no dijo nada, pero acabó de vestirse a la carrera. La señora Agata había dejado de llamar y reinaba un silencio profundo en la alcoba. Onofre se dirigió a la puerta. Allí lo retuvo la voz de Delfina.—Espera –oyó que le decía ella–, no te vayas aún. No me dejes así. ¿Qué va a pasar ahora? –esperó unos instantes la respuesta de Onofre, pero éste no había entendido siquiera la pregunta. Ella se tapó la cara con la mano izquierda–. ¿Qué diré a Sisinio? –preguntó al cabo de un rato. Al oír este nombre Onofre lanzó una carcajada: Por ése no tienes que preocuparte, dijo; tiene mujer e hijos; te ha estado engañando todo el tiempo;si esperas algo de ese sinvergüenza patinas. Delfina se quedó mirando a Onofre. Un día te diré algo, murmuró en tono tranquilo; un día te haré una revelación. Y ahora, vete.

MIGUEL HERNÁNDEZ




UN POETA AUTODIDACTA


COMPROMETIDO




BIOGRAFÍA